Made in China, la esclavitud moderna
De esta forma, las dagongmei, abandonadas a su suerte y sin nadie que las defienda, trabajan hasta que sus cuerpos aguantan y después regresan a sus pueblos con lo puesto. El perfil de la “chicas trabajadoras” de China es casi siempre el mismo: jóvenes de entre 14 y 25 años, sin estudios secundarios y dispuestas a enviar más de la mitad de su sueldo a sus pueblos de origen.

Muchas, cada vez más, terminan dejando las factorías para prostituirse. “Es mejor que trabajar en la fábrica”, dicen las muchachas que ya han dado el paso y ofrecen sus cuerpos abiertamente en las calles del centro de Shenzhen.

No muy lejos, en la planta de fabricación de muñecos, la jornada termina cuando se ha cumplido el objetivo de producción impuesto por los supervisores, nunca antes de las dos de la madrugada.

Aunque las 600 trabajadoras han tratado de mantener el tipo durante horas, varias han sido descubiertas exhaustas, completamente inconscientes, con la cabeza reposando sobre la mesa de montaje. Este mes tendrán que ver cómo su sueldo queda recortado a la mitad.

“Hay muchas chicas dispuestas a venir aquí, así que la que no trabaje bien se puede volver al pueblo”, explica el capataz, cuyo sueldo depende también del número de camiones que se logren llenar con la producción. No existe un lugar mejor para ver hasta qué punto el pueblo chino está pagando con sudor y con lágrimas que la ropa, los electrodomésticos o los juguetes que compran los occidentales se vendan lo más barato posible. Así suena la matraca incesante de la ley del made in China: montar, empaquetar, montar, empaquetar.

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